Música, internet y propiedad
Están amenazados la innovación tecnológica, la libertad de creación y el acceso al dominio público de contenidos
Hace unos días, un tribunal de apelaciones de California, en decisión unánime de sus jueces, rechazó la demanda de las grandes empresas musicales y cinematográficas que pedía la ilegalización de programas de software como Morpheus y Grokster, mediante los cuales se puede bajar e intercambiar música por internet libremente. Éste es el mismo tribunal que en el 2001 obligó a cerrar la pionera empresa Napster, que organizaba dicho intercambio. La diferencia es que Napster tenía un archivo central y buscaba en la red registros musicales disponibles. En la actualidad, el intercambio se hace entre ordenadores (p2p), sin pasar por ningun archivo central e incluso sin conocimiento de dónde se obtiene la música. Basta con grabar música en el propio ordenador y entrar en la red de intercambio utilizando alguno de los múltiples programas de software (Kazaa, Morpheus, iMesh, LimeWire, BearShare, Grokster y otros), que automáticamente detectan el registro buscado y permiten bajarlo al ordenador o a cualquier grabador MP3, donde se puede almacenar el contenido. El tribunal argumentó que, aunque este software pueda utilizarse para bajar material protegido por el derecho de propiedad, también puede usarse, y se usa frecuentemente, para intercambiar contenido propio de los usuarios y material en el dominio público, tales como las obras de Shakespeare. La decisión judicial se basa en la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que, en 1984, rechazó la demanda de las empresas de Hollywood contra Sony Betamax intentando prohibir el vídeo para evitar que la gente grabara las películas de la televisión. De hecho, entonces y ahora, la justicia estadounidense trata de proteger la innovación tecnológica y los beneficios de la difusión de información de la rapacidad de los monopolios que buscan su perpetuación, tal como analiza el profesor de Stanford Larry Lessig, conocido jurista en derecho de propiedad intelectual, en el importante libro que acaba de publicar bajo el título de Free culture.
La sentencia del tribunal va más allá de lo jurídico para situar el debate en el fondo de la cuestión, recogiendo argumentos de Lessig en su libro. Según esa sentencia, la introducción de nueva tecnología siempre perturba los viejos mercados y en particular a aquellos poseedores de derechos de propiedad cuyas obras se venden mediante circuitos de distribución establecidos. Pero la historia continúa demuestra que el tiempo y las fuerzas del mercado acaban encontrando un equilibrio entre los distintos intereses, ya sea la nueva tecnología, un piano mecánico, una fotocopiadora, una grabadora, un vídeo, un ordenador personal, una máquina de karaoke o un reproductor MP3. De hecho, en el caso del vídeo, acabó siendo un negocio redondo para las productoras cinematográficas: hoy día ganan más dinero de las ventas y alquiler de vídeos de sus películas que de las taquillas de los cines donde se proyectan.
En el caso de la música y de los DVD, el fenómeno de intercambio por internet es ya un fenómeno de masas que lo hace irreversible. En Estados Unidos, de donde hay datos fiables, se calcula que entre 43 y 65 millones de personas bajan música de internet regularmente. En un determinado día del último mes, se bajaron 365 millones de registros utilizando Kazaa, 125 millones utilizando Morpheus y casi 200 millones utilizando otros programas. Actualmente, se calcula que, en promedio, en un momento dado hay 4,6 millones de personas conectadas a internet bajándose contenido libremente. En el 2002, según las empresas discográficas, se bajaron gratis de internet más de dos mil millones de CD. Según ellas, esto las lleva a la ruina, pero, en realidad, sus ventas sólo cayeron de 882 millones de CD a 803 y sus ingresos se redujeron en menos de un 7%. Y es que la contabilidad del caso es mucho más complicada. Porque, por un lado, alguien tiene que comprar la música para empezar. Pero, además, la oferta libre permite una difusión mucho mayor, que estimula en muchos casos la compra comercial.
Tal es el modelo de negocio con el que están experimentando algunas empresas multimedia convencidas de la necesidad de adaptarse a la evolución tecnológica. Pero las asociaciones de empresas discográficas y cinematográficas no dan por perdida la batalla ni mucho menos. Y, como ha declarado el presidente de la RIAA (las discográficas), Jack Palenti, el paladín de la propiedad intelectual irrestricta, van a seguir utilizando todos los medios contra lo que ellos llaman piratería. Ello quiere decir la persecución legal de personas (generalmente jóvenes) que puedan identificar electrónicamente. Ya han presentado más de 4.000 demandas en las que se piden indemnizaciones millonarias o, en su defecto, si son niños o jóvenes, todos sus ahorros o los de sus familias. La amenaza es seria, aunque no tuviesen razón las empresas, porque los honorarios de abogado para defenderse en tales casos arruinan la vida de una familia. Cuatro mil demandas sobre 65 millones de piratas no parece una actuación eficaz, pero sí lo es como método de indemnización. A quien le toca, le toca duro. Además, aprovechando la influencia financiera que estas empresas ejercen sobre los congresistas estadounidenses, están preparando una ley para prohibir directamente las tecnologías en cuestión, así como para castigar la expresión de opiniones que puedan considerarse inductoras a la utilización gratuita de contenidos en la red que tengan derechos de autor.
Así pues, la lucha entre una visión fundamentalista del derecho de propiedad intelectual y la creatividad tecnológica y cultural en la red no ha hecho más que empezar. Y es un debate esencial, porque lo que se decide es, más allá del bajarse música o películas que están en la red, la posibilidad legal de utilizar todo el contenido que se encuentra en internet y reutilizarlo o combinarlo sin necesidad de consultar a un abogado. Tal como argumenta Lessig, y otros especialistas, buena parte de la propia industria cultural depende de esta utilización de contenidos producidos a lo largo de la historia. Si Walt Disney hubiera tenido que negociar con los herederos de Grimm y otros creadores de historias infantiles nunca hubiésemos disfrutado de sus maravillosas adaptaciones en dibujos animados. Pero ahora que Disney y otras grandes empresas multimedia han acaparado buena parte de lo que la humanidad ha producido con algún valor comercial, quieren cerrar la puerta hacia al futuro y vivir de las rentas de su monopolio, en nombre de unos creadores a los que se les imponen condiciones leoninas para publicar su creación bajo el control de las industrias culturales, so pena de quedarse incomunicados.
Esto no quiere decir que la propiedad intelectual deje de tener sentido. Grabar sin pagar un CD y venderlo en la calle es piratería de la de siempre. Pero el libre acceso a los contenidos en internet y su uso e intercambio para disfrute propio es algo muy distinto. Algo que al ser practicado por decenas de millones de personas, convencidas de que hacen bien, es irreversible y obliga a discutir seriamente la redefinición del derecho de propiedad en el nuevo contexto tecnológico. Más aún cuando la represión sin matices del fenómeno puede destruir el acceso a contenidos que están en el dominio público, que no tienen derechos de autor reclamados o cuyos autores los ponen libremente en la red.
Existen fórmulas, jurídicas y empresariales, para hacer que el acceso por internet se compagine con el pago de los derechos de autor y con la compensación razonable de las empresas multimedia que invierten en la publicación de contenidos. Pero esta adaptación necesaria al nuevo entorno tecnológico no podrá avanzar mientras esté bloqueada por el atrincheramiento de los fundamentalistas de la propiedad intelectual, que intentan beneficiarse hasta el último segundo de su control sobre la creación basada en una legislación heredada de un viejo contexto tecnológico.
El derecho de propiedad no está realmente en peligro, como no lo están las empresas capaces de adaptarse al mundo actual. Pero sí están amenazados la innovación tecnológica, la libertad de creación y el acceso al dominio público de contenidos. Así pueden frustrarse las promesas más ilusionantes de la era de la información.
Hace unos días, un tribunal de apelaciones de California, en decisión unánime de sus jueces, rechazó la demanda de las grandes empresas musicales y cinematográficas que pedía la ilegalización de programas de software como Morpheus y Grokster, mediante los cuales se puede bajar e intercambiar música por internet libremente. Éste es el mismo tribunal que en el 2001 obligó a cerrar la pionera empresa Napster, que organizaba dicho intercambio. La diferencia es que Napster tenía un archivo central y buscaba en la red registros musicales disponibles. En la actualidad, el intercambio se hace entre ordenadores (p2p), sin pasar por ningun archivo central e incluso sin conocimiento de dónde se obtiene la música. Basta con grabar música en el propio ordenador y entrar en la red de intercambio utilizando alguno de los múltiples programas de software (Kazaa, Morpheus, iMesh, LimeWire, BearShare, Grokster y otros), que automáticamente detectan el registro buscado y permiten bajarlo al ordenador o a cualquier grabador MP3, donde se puede almacenar el contenido. El tribunal argumentó que, aunque este software pueda utilizarse para bajar material protegido por el derecho de propiedad, también puede usarse, y se usa frecuentemente, para intercambiar contenido propio de los usuarios y material en el dominio público, tales como las obras de Shakespeare. La decisión judicial se basa en la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que, en 1984, rechazó la demanda de las empresas de Hollywood contra Sony Betamax intentando prohibir el vídeo para evitar que la gente grabara las películas de la televisión. De hecho, entonces y ahora, la justicia estadounidense trata de proteger la innovación tecnológica y los beneficios de la difusión de información de la rapacidad de los monopolios que buscan su perpetuación, tal como analiza el profesor de Stanford Larry Lessig, conocido jurista en derecho de propiedad intelectual, en el importante libro que acaba de publicar bajo el título de Free culture.
La sentencia del tribunal va más allá de lo jurídico para situar el debate en el fondo de la cuestión, recogiendo argumentos de Lessig en su libro. Según esa sentencia, la introducción de nueva tecnología siempre perturba los viejos mercados y en particular a aquellos poseedores de derechos de propiedad cuyas obras se venden mediante circuitos de distribución establecidos. Pero la historia continúa demuestra que el tiempo y las fuerzas del mercado acaban encontrando un equilibrio entre los distintos intereses, ya sea la nueva tecnología, un piano mecánico, una fotocopiadora, una grabadora, un vídeo, un ordenador personal, una máquina de karaoke o un reproductor MP3. De hecho, en el caso del vídeo, acabó siendo un negocio redondo para las productoras cinematográficas: hoy día ganan más dinero de las ventas y alquiler de vídeos de sus películas que de las taquillas de los cines donde se proyectan.
En el caso de la música y de los DVD, el fenómeno de intercambio por internet es ya un fenómeno de masas que lo hace irreversible. En Estados Unidos, de donde hay datos fiables, se calcula que entre 43 y 65 millones de personas bajan música de internet regularmente. En un determinado día del último mes, se bajaron 365 millones de registros utilizando Kazaa, 125 millones utilizando Morpheus y casi 200 millones utilizando otros programas. Actualmente, se calcula que, en promedio, en un momento dado hay 4,6 millones de personas conectadas a internet bajándose contenido libremente. En el 2002, según las empresas discográficas, se bajaron gratis de internet más de dos mil millones de CD. Según ellas, esto las lleva a la ruina, pero, en realidad, sus ventas sólo cayeron de 882 millones de CD a 803 y sus ingresos se redujeron en menos de un 7%. Y es que la contabilidad del caso es mucho más complicada. Porque, por un lado, alguien tiene que comprar la música para empezar. Pero, además, la oferta libre permite una difusión mucho mayor, que estimula en muchos casos la compra comercial.
Tal es el modelo de negocio con el que están experimentando algunas empresas multimedia convencidas de la necesidad de adaptarse a la evolución tecnológica. Pero las asociaciones de empresas discográficas y cinematográficas no dan por perdida la batalla ni mucho menos. Y, como ha declarado el presidente de la RIAA (las discográficas), Jack Palenti, el paladín de la propiedad intelectual irrestricta, van a seguir utilizando todos los medios contra lo que ellos llaman piratería. Ello quiere decir la persecución legal de personas (generalmente jóvenes) que puedan identificar electrónicamente. Ya han presentado más de 4.000 demandas en las que se piden indemnizaciones millonarias o, en su defecto, si son niños o jóvenes, todos sus ahorros o los de sus familias. La amenaza es seria, aunque no tuviesen razón las empresas, porque los honorarios de abogado para defenderse en tales casos arruinan la vida de una familia. Cuatro mil demandas sobre 65 millones de piratas no parece una actuación eficaz, pero sí lo es como método de indemnización. A quien le toca, le toca duro. Además, aprovechando la influencia financiera que estas empresas ejercen sobre los congresistas estadounidenses, están preparando una ley para prohibir directamente las tecnologías en cuestión, así como para castigar la expresión de opiniones que puedan considerarse inductoras a la utilización gratuita de contenidos en la red que tengan derechos de autor.
Así pues, la lucha entre una visión fundamentalista del derecho de propiedad intelectual y la creatividad tecnológica y cultural en la red no ha hecho más que empezar. Y es un debate esencial, porque lo que se decide es, más allá del bajarse música o películas que están en la red, la posibilidad legal de utilizar todo el contenido que se encuentra en internet y reutilizarlo o combinarlo sin necesidad de consultar a un abogado. Tal como argumenta Lessig, y otros especialistas, buena parte de la propia industria cultural depende de esta utilización de contenidos producidos a lo largo de la historia. Si Walt Disney hubiera tenido que negociar con los herederos de Grimm y otros creadores de historias infantiles nunca hubiésemos disfrutado de sus maravillosas adaptaciones en dibujos animados. Pero ahora que Disney y otras grandes empresas multimedia han acaparado buena parte de lo que la humanidad ha producido con algún valor comercial, quieren cerrar la puerta hacia al futuro y vivir de las rentas de su monopolio, en nombre de unos creadores a los que se les imponen condiciones leoninas para publicar su creación bajo el control de las industrias culturales, so pena de quedarse incomunicados.
Esto no quiere decir que la propiedad intelectual deje de tener sentido. Grabar sin pagar un CD y venderlo en la calle es piratería de la de siempre. Pero el libre acceso a los contenidos en internet y su uso e intercambio para disfrute propio es algo muy distinto. Algo que al ser practicado por decenas de millones de personas, convencidas de que hacen bien, es irreversible y obliga a discutir seriamente la redefinición del derecho de propiedad en el nuevo contexto tecnológico. Más aún cuando la represión sin matices del fenómeno puede destruir el acceso a contenidos que están en el dominio público, que no tienen derechos de autor reclamados o cuyos autores los ponen libremente en la red.
Existen fórmulas, jurídicas y empresariales, para hacer que el acceso por internet se compagine con el pago de los derechos de autor y con la compensación razonable de las empresas multimedia que invierten en la publicación de contenidos. Pero esta adaptación necesaria al nuevo entorno tecnológico no podrá avanzar mientras esté bloqueada por el atrincheramiento de los fundamentalistas de la propiedad intelectual, que intentan beneficiarse hasta el último segundo de su control sobre la creación basada en una legislación heredada de un viejo contexto tecnológico.
El derecho de propiedad no está realmente en peligro, como no lo están las empresas capaces de adaptarse al mundo actual. Pero sí están amenazados la innovación tecnológica, la libertad de creación y el acceso al dominio público de contenidos. Así pueden frustrarse las promesas más ilusionantes de la era de la información.
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