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MARSEL & CO

El extraño caso del profesor Brú

Las consultas de Oncología nacionales se han visto desbordadas esta semana por una avalancha de pacientes enfermos de cáncer deseosos de probar un fármaco que, de acuerdo al anuncio realizado por un físico madrileño, Antonio Brú, es capaz de curar todos los tumores sólidos: el factor estimulante de colonias de granulocitos (G-CSF, sus siglas en inglés), un producto de uso habitual para paliar los efectos de la quimioterapia y que, curiosamente, a pesar de haber sido administrado a miles de pacientes durante más de una década jamás había dado muestras de este sorprendente efecto. La comunidad científica esta convulsionada tras la rueda de prensa que Brú ofreció el pasado lunes en la que aseguró haber «curado» a un paciente con un tumor de hígado terminal aplicando dosis masivas de este medicamento. Las críticas arreciaron durante los días siguientes. Los expertos consultados por SALUD ponen en tela de juicio la validez de la teoría sobre la que ha sustentado su experimento que, además, no era el primero. Brú y su equipo aseguran haber curado por el mismo procedimiento a otra joven paciente con un melanoma (cáncer de piel) terminal. Pero, sobre todo, le recriminan su «irresponsabilidad» al lanzarse a tratar enfermos sin suficientes pruebas y, sobre todo, anunciar la inminente curación del cáncer a raíz de un único caso, algo que carece de validez científica. ¿Quién es este físico? ¿Por qué cree que puede curar los tumores?

La historia de Antonio Brú es el relato de una pasión que se inició, según él mismo cuenta, hace 12 años a raíz de una experiencia personal: la muerte de su abuela a causa de un cáncer. El físico, que entonces trabajaba en el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), empezó a formular una teoría sobre cómo crece la masa tumoral e invade el tejido sano. Con el tiempo desarrolló la hipótesis de la dinámica universal del desarrollo tumoral. Básicamente sostiene que el crecimiento de la masa cancerosa está mediado por la presión que recibe del ambiente que la rodea (el tejido sano y el sistema inmune). Si no encuentra obstáculos, crece expandiéndose a través de su superficie a partir de los bordes, como lo harían las conchas marinas o los copos de nieve, siguiendo una dinámica regida por las leyes de la geometría fractal.

LA TEORÍA.

Es decir, según él, el tumor empuja al tejido sano y acaba ahogándolo. Esta teoría contraviene el pensamiento imperante que sostiene que la masa maligna se desarrolla a partir de su núcleo creando nuevos vasos sanguíneos que invaden el 'terreno' sano y la alimentan.

Para probar su idea, acudió al laboratorio y, tras una primera prueba, hace cinco años entró en contacto con José Luis Subiza, inmunólogo del Hospital Clínico de Madrid. «Había estudiado su teoría en una línea de células y quería ver si podía demostrarla en otras diferentes. Le facilité los medios para hacer los ensayos con líneas de células tumorales humanas y murinas [de ratones]», explica Subiza.

«Su idea era interesante desde el punto de vista físico y de modelización. Básicamente, lo que hicimos fue hacer crecer un grupo de células en unas placas de laboratorio y ver si evolucionaban como estaba previsto. La teoría se comprobó, pero el modelo de células tumorales que utilizamos no está validado en humanos», advierte el experto. Dicho de otra forma, no está demostrado que las células de un enfermo se comporten igual que las que se utilizaron en los cultivos para estos experimentos.

EL FÁRMACO.

Fue de esta relación de la que surgió, «en el curso de conversaciones informales», la idea del factor estimulante de las colonias de granulocitos, el G-CSF. «Si de acuerdo a la teoría, los tumores deben ir liberando el espacio circundante para ir creciendo, Brú me preguntó de qué forma se podía construir una barrera para evitar el avance, qué podía haber capaz de ocupar ese hueco virtual. Le contesté que unos candidatos podían ser los neutrófilos, unas células del sistema inmune», explica Subiza.

«Sin embargo», se apresura a aclarar, «el papel de los neutrófilos no fue una consecuencia de los resultados experimentales en los que basa su hipótesis y en los que yo participé, sino fruto de una posibilidad altamente especulativa que surgió durante la discusión de las posibles implicaciones teóricas del modelo. Que yo sepa no ha habido estudios posteriores que demuestren su papel». El mismo le advirtió de que no veía plausible que utilizar un producto farmacológico para estimular la proliferación de neutrófilos, como el G-CSF, pudiera tener un efecto antitumoral: «ya se había investigado en el laboratorio y no había ningún resultado en ese sentido».

El experto, que reconoce estar «muy sorprendido» por el anuncio realizado esta semana por Brú, es claro: «No estoy de acuerdo en cómo ha procedido. Lo lógico es que lo hubiera intentado demostrar en más enfermos y que hubiera utilizado los cauces de divulgación científica, en vez de lanzar mensajes esperanzadores a los pacientes. Es un salto al vacío». En estos momentos, Subiza se desmarca completamente de Brú.

Lo mismo le sucede a su siguiente colaborador, José López García-Asenjo, miembro del servicio de Anatomía Patológica del Hospital Clínico de Madrid, con el que trató de confirmar su teoría, esta vez estudiando muestras de tumores humanos. La primera vez que Brú experimentó el G-CSF fue en 16 ratones a los que se les inoculó un modelo experimental de cáncer (no era un tumor humano). Parte de ellos fueron también estudiados por García-Asenjo. Fruto de esta colaboración es el artículo publicado en la revista 'Physical Review Letters' en el que se asegura que la enfermedad remitió totalmente en dos roedores y en otros ocho se redujo su tamaño.

García-Asenjo decidió no continuar al lado de Brú tras conocer sus intenciones de experimentar con pacientes, un hecho ante el que no oculta su disgusto. «Esos trabajos fueron muy preliminares, con pocos ratones tratados. La cosa debería haberse quedado en aumentar esas investigaciones iniciales, buscar una evidencia mucho mayor con una población de estudio más amplia y comprobar la reproducibilidad del hallazgo por otros grupos. Mi desacuerdo manifiesto surgió cuando con esos resultados Brú manifiesta la posibilidad de tratar humanos», afirma.

UN EQUIPO FIEL.

En ese momento, el físico ya se había rodeado de un grupo de fieles colaboradores muy próximos a su entorno íntimo. Su hermana Isabel, médico de familia en un centro de salud de Talavera de la Reina; Sonia Albertos, una joven gastroenteróloga del Hospital Clínico de Madrid, y un ex compañero de ésta, Fernando García-Hoz, que actualmente trabaja en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Estas instituciones sanitarias se han desmarcado oficialmente estos días de la investigación.

Éste último equipo es el que durante los últimos años ha tratado de probar la teoría de Brú en pacientes humanos, una labor que, en circunstancias normales, precisa múltiples ensayos previos en el laboratorio. Para ello, recabaron la colaboración de numerosos oncólogos, que declinaron la oferta por considerarla inviable, y acudieron, al menos, a uno de los laboratorios fabricantes del G-CSF, Amgen.

«Hubo contactos a mediados de 2004. Propuso un estudio, se analizó y se sometió a la consideración de nuestra central [en EEUU]. La respuesta fue que la compañía no apoya estudios sin un protocolo clínico detallado y sin datos científicos preclínicos que lo sustancien o apoyen. Se estimó que el proyecto carecía de esos elementos», asegura un portavoz oficial del laboratorio. El G-CSF lleva en el mercado desde 1991 y se ha utilizado en miles de pacientes con cáncer, ya que se emplea para tratar la inmunosupresión que provocan algunos tratamientos antitumorales. Como obliga la normativa, antes de su lanzamiento al mercado, también se investigó profusamente en el laboratorio. A pesar de ello, «no tenemos constancia de ningún dato sobre su potencial anticanceroso», añade el citado portavoz.

¿Cómo ha podido tratar el equipo de Brú a dos pacientes con un fármaco que no está autorizado legalmente como terapia para el cáncer? Se recurrió a la fórmula del uso compasivo que permite emplear una medicación que ya está en el mercado en una enfermedad para la que no ha sido aprobado. Este trámite sólo lo puede cumplimentar un médico, que debe justificar su solicitud y explicar los detalles de su proyecto a la Agencia Española del Medicamento. Dos de los colaboradores de Brú (él no es médico) hicieron la petición, que fue aprobada por la citada agencia, dependiente del Ministerio de Sanidad.

No existe constancia del resultado en la primera paciente, aunque ella misma ha asegurado en televisión que ha sobrevivido a un melanoma gracias al G-CSF. «No estamos jugando», afirma Sonia Albertos, de 34 años, el único miembro del equipo que ha respondido a las llamadas de SALUD. «Es cierto que puede tratarse de curaciones espontáneas, pero no lo creo, sería mucha suerte que coincidieran dos casos al azar».

Albertos, que conoció a Brú hace siete años cuando preparaba su tesis doctoral, dice «entender» el rechazo que el anuncio ha generado entre sus colegas: «Nuestras ideas no están fundamentadas en las cosas de siempre. Un físico ha llegado para cambiar la concepción del cáncer». Afirma que se han topado con numerosos obstáculos. «Las revistas serias no habían querido publicar el artículo de los ratones, nos decían que la teoría estaba equivocada. Por eso acudimos a una de bajo impacto ['Journal of Clinical Research', la que ha aceptado el caso del cáncer hepático], sabíamos que nos lo sacaría rápido».

A pesar de las airadas críticas, el equipo asegura estar muy cerca de llevar adelante el proyecto de hacer un ensayo con más pacientes y confirmar, definitivamente, su teoría y la utilidad del fármaco G-CSF en un plazo inferior, incluso, a los dos años. «Hasta que no hagamos este estudio, el medicamento no se puede dar a los pacientes. Hay que hacer pruebas como mandan los cánones de la Medicina», apostilla la doctora Albertos.

Muchos opinan que si el proyecto llega a salir adelante, quizás haya sido gracias a que se ha utilizado la ansiedad de los enfermos de cáncer para recabar apoyo hacia una teoría que, pudiendo ser incluso interesante, aún está por demostrar. «No intentamos manipular. Nuestro objetivo es altruista», se defiende.

Gráfico en PDF: Cómo se diagnostica un cáncer de hígado

Responsabilidad y conocimiento
José Luis de la Serna

Cualquiera que se considere un científico serio, con respeto a lo que pueden sentir en un momento dado los pacientes, se lo piensa dos veces antes de salir en una rueda de prensa anunciando una cura revolucionaria de los tumores malignos. Aunque fuese verdad la teoría que sostiene el físico que ahora nos ocupa sobre cómo crecen las células cancerosas, y cómo con un medicamento muy usado se puede controlar su proliferación, lo que no se puede es transmitir a la opinión pública un hallazgo de esas características sin pruebas que lo avalen. Porque pruebas no hay. Si la ciencia ha avanzado en las últimas décadas ha sido, sobre todo, porque se han aportado datos soportando cada uno de los escalones que se han ido subiendo. Sólo gracias a la metodología científica el sida ahora es una enfermedad tratable, la aterosclerosis se puede controlar, las infecciones erradicar y hasta el cáncer tiene mejor pronóstico que hace muy pocos lustros. La supuesta curación de un paciente terminal con hepatocarcinoma, siguiendo las teorías de Brú, representa únicamente un caso, una anécdota. El trabajo, además, se ha publicado en una revista de muy poco nivel y su lectura no aporta una brizna de luz a tanta incógnita. Tan preocupante o más que una persona -sin certificados de saber biología- divulgue remedios contra el cáncer (sin apoyo de los profesionales sanitarios que tratan a los enfermos) es que la tribuna desde donde lo hace sea una Universidad de envergadura. Los gabinetes de comunicación de esas instituciones tendrían que conocer cuáles son los parámetros que rigen a la hora de comunicar en Biomedicina. Sobre todo cuando se habla de patología maligna. Demasiadas personas con problemas muy graves se hacen ilusiones sin sentido porque leen noticias que no van en modo alguno a remediar sus males. Las guías de buenas prácticas en la comunicación biomédica son simples y desde hace años están publicadas por la Royal Society británica. Antes de ponerse ante un micrófono para difundir cualquier posible adelanto hay que leerlas si se quiere evitar hacer daño a terceros. Y de la misma forma que hay guías para científicos, las hay para los que les sirven de altavoz: los medios de comunicación. Ellos también tienen que ser escépticos cuando se informa de avances importantes, y muy iconoclastas, contra el cáncer. Basta con tener conocimiento del método científico, leer con espíritu crítico todo lo publicado sobre el caso y saber qué es lo que en ciencia tiene valor real para calibrar la 'venta' que los expertos a veces se hacen de sí mismos. Basta con saber algo de lo que escribes.

Las principales «lagunas»

Como mínimo, Brú y su equipo no han sido ortodoxos a la hora de hacer las cosas. Por un lado, y aunque dicen haber curado a otra paciente con melanoma, sólo documentan un caso, lo que «no tiene validez, pues la curación puede deberse a mil circunstancias que no se han valorado», dice Antonio Antón, presidente de la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM). Sus colegas también critican la metodología, tanto de este estudio como la de uno anterior realizado en ratones. En ambos se peca de imprecisión. «El documento del carcinoma hepático no se hubiera aceptado en las revistas de categoría», coinciden varios expertos, que también recuerdan que no hay oncólogos implicados en el trabajo. También se pone en tela de juicio incluso que el diagnóstico fuera acertado. Según parece, los indicios eran compatibles con la cirrosis que padecía, pero no suponen necesariamente la presencia de un cáncer, aunque son muchas las probabilidades de que lo sufriera. Al no haber hecho biopsias, sino aspiraciones con una aguja fina (no extrae una porción de tejido, sino unas cuantas células) puede darse un falso positivo. En un estudio con 30 o 40 personas este hecho no hubiera sido una 'pega', ya que es raro que se den tantos errores, pero con un sólo enfermo debería haberse recurrido a la biopsia, puesto que ésta es la prueba más fiable. En este sentido, la punción tampoco es el patrón oro para determinar la desaparición del tumor. De esta forma, puede incluso que los neutrófilos ejercieran un efecto positivo, aunque no anticanceroso. En cualquier caso, no hay elementos de juicio suficientes como para esclarecer estas y otras cuestiones.

Los pasos que exige la Ciencia

Antes de que un fármaco antitumoral se utilice en miles de pacientes debe demostrar primero su seguridad y después su eficacia. Esta labor de investigación previa intenta garantizar que el producto está exento de riesgos para los enfermos o, al menos, que sus beneficios contrarrestan sus peligros potenciales (la toxicidad). El primer paso se da en el laboratorio, donde el agente se prueba en líneas celulares y modelos animales validados (cuyo comportamiento se considera potencialmente similar al de la enfermedad tumoral en los humanos). «En esta fase se pueden consumir cinco o seis años de investigación y muchos productos se quedan aquí, sin llegar a la siguiente etapa», explica Miguel Martín, presidente del Grupo Español de Investigación en Cáncer de Mama.

Tras estos estudios, llega el segundo escalón: los ensayos en humanos, la investigación clínica. En la primera fase, que puede demorarse año o año y medio, hay que realizar dos o tres ensayos con 30 o 40 pacientes cada uno para probar cuál es la dosis máxima que se puede emplear con seguridad. Sólo después se puede iniciar la fase II para evaluar la eficacia del producto en un tumor específico. Se necesitan otros estudios en 30 o 40 pacientes y un mínimo de dos años. Si no existe otra alternativa terapéutica y el resultado es positivo, se puede solicitar una autorización para comercializar el producto, pero sólo en el tumor concreto en el que se ha estudiado.

Si están disponibles otras opciones, es necesario pasar a la fase III y demostrar que el nuevo fármaco es mejor que los que ya existen, esta vez en más pacientes y durante un mínimo de tres o cuatro años.

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