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MARSEL & CO

CUANDO DEMASIADA AUTONOMÍA ROMPE LAS NACIONES

El pasado viernes 30 de septiembre el Parlamento regional de Cataluña aprobó, con la única oposición del Partido Popular, un proyecto de nuevo Estatuto de autonomía. En él se define a Cataluña como una nación, distinta de la española. Se diseña una especie de relación confederal entre Cataluña y el resto de España. Prácticamente se vacían las competencias de la Administración del Estado en la región. También se define un modelo de financiación según el cual el gobierno regional recaudaría la totalidad de los impuestos, así como un sistema judicial independiente.

Para alguien que no esté informado en detalle de la vida política española, semejante golpe a la misma base de la Constitución española –es decir, la soberanía– sólo podría explicarse por una intensa y reiterada demanda de los ciudadanos de Cataluña. No parece que tal demanda haya existido. Cada vez que han sido consultados, los ciudadanos catalanes han manifestado un notorio desinterés por la reforma del Estatuto, y han soportado una enorme presión del gobierno regional y de los partidos que lo sustentan. Más bien parece que las decisiones se han tomado de espaldas a los ciudadanos, sin mandato ni consentimiento

Un observador italiano podría creer que la demanda independentista proviene de algún tipo de avance electoral de los partidos nacionalistas catalanes. Sin embargo, ésta es una impresión engañosa. La proporción entre partidos de implantación nacional y partidos locales en Cataluña no ha cambiado sustancialmente en los últimos diez años. Y en el Congreso de los Diputados del Parlamento español la suma de los dos grandes partidos (PSOE y PP) es la mayor desde las primeras elecciones democráticas de 1977. ¿Qué ha cambiado entonces para que se cuestione de manera tan brutal tanto la realidad nacional española como el propio Estado? Sólo ha cambiado una cosa: la actitud de la izquierda.

Es evidente que la izquierda europea lleva años en búsqueda de referentes ideológicos tras el fracaso tanto del socialismo real como de las líneas básicas de la socialdemocracia. Perdidas las bases que han guiado sus políticas durante un siglo, distintos partidos en distintos países han seguido líneas diferentes. En algunos países han sido partidos socialistas quienes han capitaneado reformas drásticas del estado del bienestar, precisamente para salvarlo y hacerlo viable. Algunos partidos socialdemócratas han sido los campeones del atlantismo. En otros casos, partidos de izquierda han impulsado reformas educativas basadas en el mérito y esfuerzo individual tras las fracasadas experiencias de los sistemas igualitaristas.

Lamentablemente en mi país la izquierda ha seguido otros derroteros. Tras su llegada al gobierno el pasado año se marcaron una línea en primer lugar destructiva. Fue el caso de la paralización de la reforma de la educación, de la anulación de un plan vital para España como era el Plan Hidrológico Nacional o de la retirada de las tropas de Irak. La siguiente fase fue más allá. Consistió en poner sobre la mesa proyectos divisivos. Se trataba de dibujar una franja lo más gruesa posible que separara lo supuestamente progresista de lo supuestamente anticuado. Daba igual que una mayoría social no compartiera esos proyectos divisivos. El objetivo era dejar fuera del sistema a todos aquellos que no compartieran las alteraciones introducidas por el Gobierno. Así se explican los ataques gratuitos e innecesarios a la Iglesia católica. Así se explican leyes como la que incluye en el concepto de matrimonio a la unión entre personas del mismo sexo, incluida la posibilidad de adopción. Así, en parte también, puede explicarse la propuesta presentada por el Gobierno en el Parlamento, que suponía una oferta de negociación a los terroristas de ETA.

Pero lo que sin duda debe de resultar más incomprensible para un observador no familiarizado con la vida política española es que el gobierno de una de las naciones más antiguas de Europa promueva su autodisolución.

Cuando el actual Presidente del Gobierno de España era líder de la oposición, afirmó en un mitin electoral, que apoyaría cualquier proyecto de nuevo estatuto de autonomía que aprobara el Parlamento de Cataluña. Si los nacionalistas presentes en el Parlamento regional necesitaban algún estímulo para enviar a Madrid un estatuto de reivindicaciones máximas, lo encontraron aquella noche.

De esta manera, el texto que ya ha entrado en el Congreso de los Diputados supone una derogación de facto de la Constitución. No sólo porque altera de modo sustancial el nivel de competencias del propio Estado y la relación de éste con las instituciones regionales, sino sobre todo porque suprime el mismo sujeto constituyente, titular de la soberanía, la nación española formada por todos los ciudadanos y que es, por definición, indivisible. La idea de una nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley sencillamente desaparece.

Una reforma constitucional es algo que afecta a todos los ciudadanos del país. Todos los españoles deberían tener derecho a opinar y votar sobre un nuevo régimen que quiere implantarse. Pero la coalición de la izquierda y los nacionalistas no quieren permitirlo. En lugar de llevar a la Cámara un proyecto de reforma constitucional, que requiere una mayoría parlamentaria muy amplia y un referéndum nacional, han presentado un proyecto de reforma de un Estatuto regional, que puede ser aprobado por una mayoría parlamentaria ordinaria y en el que sólo los ciudadanos catalanes son consultados. Es un fraude muy grave, que elimina el derecho de todos los españoles a opinar sobre su futuro común.

El Gobierno podría impugnar ya el texto aprobado por el Parlamento de Cataluña y suspender su tramitación hasta que se pronuncie el Tribunal Constitucional. No hemos recibido hasta ahora la menor señal de que vaya a hacerlo. Igualmente, la mesa del Congreso de los Diputados podría devolverlo a Barcelona por no ajustarse su contenido a lo que debe ser un proyecto de estatuto y pedir a la Cámara regional que lo tramite como proyecto de reforma constitucional. El partido socialista ya ha anunciado que desea su trámite en el Congreso para eliminar los rasgos anticonstitucionales. Esa es una táctica engañosa. El problema no es que en el texto haya algunos rasgos inconstitucionales. El problema es que la anticonstitucionalidad viene de raíz e impregna la totalidad de su articulado.

En 1977, con las primeras elecciones democráticas tras el fin de la dictadura franquista, y en 1978, con la aprobación de la primera Constitución española fruto del más amplio consenso de las fuerzas políticas, los españoles decidimos avanzar hacia la libertad, la prosperidad y el progreso. Aquel proceso histórico pudo tener sus fallos, pero nacía de la firme y clara voluntad de aprender de nuestro pasado para no volver a cometer los mismos errores. La izquierda de aquel momento, y también el nacionalismo catalán, se implicaron, de manera correcta, en la transición democrática.

Siempre he creído en las posibilidades de España para ser uno de los mejores países del mundo. Siempre he creído que bastaba con trabajar duro y permanecer unidos en lo esencial, en la estabilidad institucional y democrática. Hoy, con la más honda preocupación, sólo puedo esperar que la voz de la mayoría obligue al Gobierno a retirar un proyecto que significa la división irreversible de España.

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