Alegría en casa
Les contaré un secreto. Mi voz no es una gran cosa pero como tengo buen oído y me gusta cantar, no es raro que cuando me siento relajado lo exprese a través de alguna canción. Me sale sin esfuerzo. Y ya todo depende de la intensidad que quiera dar a mi voz, que va menguando. Es el caso que mi vida ha pegado un vuelco importante para mí y para mi familia. Las ocho o nueve horas diarias de trabajo que pasaba en mi facultad forma parte ahora de la vida familiar, con todas su consecuencias; entre ellas, que mi familia ha de aguantar mis canciones.
La sorpresa -la grata sorpresa que tuve el otro día- fue que en una de ésas, una de mis hijas exclamó:
-¿Ay, qué bien, qué alegría se nota en la casa!
Lo curioso es que la música en mi casa no es una novedad, todo lo contrario. La conexión a Radio Clásica es casi permanente y todos mis hijos lo han asumido a lo largo de toda su vida, para bien o para mal.
La frase de Toya me impresionó. Y lo primero que hice fue pensar en su madre que durante tantos años y con tanta paciencia, imaginación y dedicación ha conseguido mantenerla despierta, abierta a la vida, capaz de superar momentos cuyas sombras oscurecían su ánimo. Y no pude por menos de valorar lo que el ambiente de alegría y de buen humor ha de significar en toda familia, pero mucho más cuando en ella hay personas con discapacidad -dos en mi caso.
La cuestión punzante es si la presencia, la vivencia de la discapacidad propia o ajena, incapacita para vivir con alegría. Va penetrando en nuestra sociedad y en nuestro ánimo la idea o la sensación de que quien ideó nuestra biología fue un sádico, porque la dejó inerme ante las mil contingencias de la vida. De ahí que, para no culpabilizar a nadie en concreto, prefiramos vernos como fruto de un azar ciego e irreflexivo. Y vaya usted a pedirle responsabilidades. Pero en cualquier caso nos mete en el cuerpo un sentimiento de fatalidad y de negro augurio ante un final irremediable. Nuestra vida se convierte en una sucesión de infortunios ante los cuales es muy difícil prodigar sonrisas. Si, además, la discapacidad araña tu entorno, la alegría se esfuma definitivamente.
Pero yo aprecio otra realidad. Cuando contemplo a mis hijas con discapacidad, oigo sus sentimientos, veo sus actividades y palpo su alegría; cuando leo cientos de mensajes de padres -más bien de madres, que son más expresivas- en los que comentan la satisfacción que les reporta el pequeño logro, avance, sonrisa de su hijo con discapacidad; cuando veo la alegría íntima con que una persona, limitada en sus habilidades, consigue vivir su propia vida cuando hay alguien al lado que la promociona y apoya, es entonces cuando empiezo a comprender mejor el sentido de una existencia que no está necesariamente marcada por el dolor y el fracaso sino por la relación y la ayuda.
La alegría es tanto más profunda y sólida cuanto más enraizada se encuentra en nuestra propia realidad existencial. La alegría no es fruto de lo que poseemos sino de lo que disfrutamos. Y no hay mayor gozo que el que deriva del servicio. Nuestra biología es quebradiza, cierto, pero ella misma posee los resortes para superar los infortunios, propios y ajenos. En la medida en que nos dediquemos seriamente a utilizar esos resortes, así será nuestra capacidad para llenar nuestra vida y nuestro entorno de la alegría íntima de nuestra existencia.
En mi opinión, no hay sádico alguno detrás de nuestro acontecer biológico. Es cierto, sin embargo, que necesitamos guías, estímulos, razones, experiencias que nos ayuden a asumir cuanto de incómodo e ingrato la vida nos ofrece; pero estoy firmemente convencido por la experiencia vivida y la experiencia contemplada, que no hay mejor educación para la ciudadanía que aquella que nos enseña, no sólo a respetar y aceptar la diferencia, sino a ayudarla y a servirla más allá del sentimiento compasivo que nos pueda despertar. La prueba del nueve está en la capacidad de alegría que podamos transmitir o a cuya presencia podamos contribuir. Porque transmitir alegría significa no sólo comprender y aceptar a la persona distinta y desfavorecida -actitudes meramente pasivas-, sino implicarse en su bienestar, en que encuentre el sentido de su vida por limitada que sea, en que vea la luz que se hace camino entre sus sombras, hasta el punto de que ella misma se sienta feliz de estar viva, satisfecha de lo que posee.
¿Es esto utópico, iluso? Ciertamente, no. Cuanto más cerca me encuentro de la discapacidad humana más convencido estoy de la riqueza intrínseca con que nuestra naturaleza ha sido dotada para afrontar los problemas. Pero, ciertamente, es necesario atenerse a una disciplina que obliga y compromete de modo muy especial a la familia, por ser el ámbito natural de la convivencia. Es preciso formularse, cada día, la obligación de mantener el buen humor y la alegría en la casa, de contribuir a crear un ambiente vitalmente comprometido, a pesar de los mil contratiempos de la vida ordinaria. Convencidos de que cada día que pasa iluminado por pequeños destellos de humor y optimismo, es un eslabón más para que nuestro hijo, nuestro hermano, nuestro nieto -o por qué no, también nuestro amigo, o nuestro alumno- vaya llenando su propia bolsa de alegría, la que definitivamente ha de ayudar a forjar la calidad de vida a la que tiene pleno derecho.
La sorpresa -la grata sorpresa que tuve el otro día- fue que en una de ésas, una de mis hijas exclamó:
-¿Ay, qué bien, qué alegría se nota en la casa!
Lo curioso es que la música en mi casa no es una novedad, todo lo contrario. La conexión a Radio Clásica es casi permanente y todos mis hijos lo han asumido a lo largo de toda su vida, para bien o para mal.
La frase de Toya me impresionó. Y lo primero que hice fue pensar en su madre que durante tantos años y con tanta paciencia, imaginación y dedicación ha conseguido mantenerla despierta, abierta a la vida, capaz de superar momentos cuyas sombras oscurecían su ánimo. Y no pude por menos de valorar lo que el ambiente de alegría y de buen humor ha de significar en toda familia, pero mucho más cuando en ella hay personas con discapacidad -dos en mi caso.
La cuestión punzante es si la presencia, la vivencia de la discapacidad propia o ajena, incapacita para vivir con alegría. Va penetrando en nuestra sociedad y en nuestro ánimo la idea o la sensación de que quien ideó nuestra biología fue un sádico, porque la dejó inerme ante las mil contingencias de la vida. De ahí que, para no culpabilizar a nadie en concreto, prefiramos vernos como fruto de un azar ciego e irreflexivo. Y vaya usted a pedirle responsabilidades. Pero en cualquier caso nos mete en el cuerpo un sentimiento de fatalidad y de negro augurio ante un final irremediable. Nuestra vida se convierte en una sucesión de infortunios ante los cuales es muy difícil prodigar sonrisas. Si, además, la discapacidad araña tu entorno, la alegría se esfuma definitivamente.
Pero yo aprecio otra realidad. Cuando contemplo a mis hijas con discapacidad, oigo sus sentimientos, veo sus actividades y palpo su alegría; cuando leo cientos de mensajes de padres -más bien de madres, que son más expresivas- en los que comentan la satisfacción que les reporta el pequeño logro, avance, sonrisa de su hijo con discapacidad; cuando veo la alegría íntima con que una persona, limitada en sus habilidades, consigue vivir su propia vida cuando hay alguien al lado que la promociona y apoya, es entonces cuando empiezo a comprender mejor el sentido de una existencia que no está necesariamente marcada por el dolor y el fracaso sino por la relación y la ayuda.
La alegría es tanto más profunda y sólida cuanto más enraizada se encuentra en nuestra propia realidad existencial. La alegría no es fruto de lo que poseemos sino de lo que disfrutamos. Y no hay mayor gozo que el que deriva del servicio. Nuestra biología es quebradiza, cierto, pero ella misma posee los resortes para superar los infortunios, propios y ajenos. En la medida en que nos dediquemos seriamente a utilizar esos resortes, así será nuestra capacidad para llenar nuestra vida y nuestro entorno de la alegría íntima de nuestra existencia.
En mi opinión, no hay sádico alguno detrás de nuestro acontecer biológico. Es cierto, sin embargo, que necesitamos guías, estímulos, razones, experiencias que nos ayuden a asumir cuanto de incómodo e ingrato la vida nos ofrece; pero estoy firmemente convencido por la experiencia vivida y la experiencia contemplada, que no hay mejor educación para la ciudadanía que aquella que nos enseña, no sólo a respetar y aceptar la diferencia, sino a ayudarla y a servirla más allá del sentimiento compasivo que nos pueda despertar. La prueba del nueve está en la capacidad de alegría que podamos transmitir o a cuya presencia podamos contribuir. Porque transmitir alegría significa no sólo comprender y aceptar a la persona distinta y desfavorecida -actitudes meramente pasivas-, sino implicarse en su bienestar, en que encuentre el sentido de su vida por limitada que sea, en que vea la luz que se hace camino entre sus sombras, hasta el punto de que ella misma se sienta feliz de estar viva, satisfecha de lo que posee.
¿Es esto utópico, iluso? Ciertamente, no. Cuanto más cerca me encuentro de la discapacidad humana más convencido estoy de la riqueza intrínseca con que nuestra naturaleza ha sido dotada para afrontar los problemas. Pero, ciertamente, es necesario atenerse a una disciplina que obliga y compromete de modo muy especial a la familia, por ser el ámbito natural de la convivencia. Es preciso formularse, cada día, la obligación de mantener el buen humor y la alegría en la casa, de contribuir a crear un ambiente vitalmente comprometido, a pesar de los mil contratiempos de la vida ordinaria. Convencidos de que cada día que pasa iluminado por pequeños destellos de humor y optimismo, es un eslabón más para que nuestro hijo, nuestro hermano, nuestro nieto -o por qué no, también nuestro amigo, o nuestro alumno- vaya llenando su propia bolsa de alegría, la que definitivamente ha de ayudar a forjar la calidad de vida a la que tiene pleno derecho.
0 comentarios